Pot cilíndirc de talc de la marca Ausonia. De cartó i plàstic, amb el logo d’Ausonia, l’imatge de la marca i les inscripcions d’ús.
“Era agosto. Hacía mucho calor. Agosto de 1962. Yo tenía nueve años. Apenas me enteraba de lo que estaba pasando. La reconstrucción de aquel vagón del Sevillano la he hecho a posteriori. Con mis recuerdos y los de otros. Veinticuatro horas de tren. En el tren. Alcázar de San Juan. Qué nombre mítico. ¡Cómo resuena en mi interior! Albacete. Aquel señor que se abría la gabardina frente a nuestra ventana y, cual exhibicionista enseñando sus partes pudentas a colegialas, nos mostraba un impresionante muestrario de cuchillas relucientes en aquel andén humbrío bañado por una luz como de fluorescente, llegada de una luna rendonda y rotunda. Y la calor. En el vagón, el plástico de los asientos se nos pegaba en la piel. El tren no avanzaba. Barcelona estaba muy, muy lejos. Aquellas esperas interminables, aquellas gotas de sudor que bajaban torrencialmente por la fente de mi madre. La sobaquina. El olor a humanidad reconcentrada. La desesperación por la lentitud y el hacinamiento. El pasillo repleto de personas y maletas de cartón, atadas con cuerdas. Las hojas de las ventanas bajadas al màximo. Ni una brizna de aire. Veinticuatro horas allí dentro. Barcelona lejana. Alcanzar el lavabo era una epopeya reservada a unos pocos. Había que saltar sobre los fardos y las maletas apiladas, y una vez alcanzado el objetivo, sacar a empujones a los que lo habían convertido un departamento más. Algunos hombres se la sacaban por la ventanilla y dibujaban un chorro curvo que se convertía en espuma cuando se estrellaba contra el balasto. Ignoro cómo se aliviaban las mujeres. Y el sarpullido. El prurito, el picazón que producía todo aquello. Era agosto de 1962. Éramos andaluces. Teníamos guasa. Nos reíamos de nosotros mismos y de nustra desgracia.
-¡Hay polvitos de talco, para aliviar los picores! -gritó uno del compartimento de al lado.
Se encalló en esa imagen onírica. El talco que blanquea el culito de los bebés, que combate el escozor, que huele a flores limpias.
-¡Hay polvitos de talco! -se repitió doce horas más, hasta que su grito seco, de vendedor callejero, se diluyó en los andenes de la estación de Francia.
¡Hay polvitos de talco! El lema de mi epopeya.”